Cuáles son las ventajas comparativas de Guatemala?

Las ventajas comparativas no lo explican todo; tampoco lo resuelven todo.

Se conoce como ventaja comparativa la capacidad de producir un bien de manera más eficiente que otros.

La idea, que proviene de Adam Smith y de David Ricardo, es que los países pueden crecer mucho más si se especializan en aquello para lo que son buenos en producir. ¿Por qué? Porque evitan desperdiciar recursos produciendo aquello para lo que no son buenos y, en su lugar, lo compran de otros países.

A partir del trabajo de Heckscher-Ohlin, para responder cuál es la ventaja comparativa de un país como Guatemala, se necesita comparar la cantidad de tierra, el capital físico y el trabajo que tienen otros países. Un país como Guatemala, por ejemplo, tiene una proporción alta de población respecto a la cantidad de tierra que tiene, especialmente si la comparamos con las de Argentina, Estados Unidos o Canadá. De ahí que uno debería esperar que esos países sean más fuertes en agricultura y en minería que nosotros (ver figura 6 en este artículo). Sin embargo, el problema es que medir las ventajas comparativas no es tan sencillo, como cuando en 1953 se encontró que Estados Unidos estaba importando bienes intensivos en capital y exportando bienes intensivos en mano de obra. Si bien dicha incongruencia ya fue superada (1 y 2), lo que ha quedado en evidencia es que parece difícil asegurar cuáles son la cantidad y la combinación adecuada para definir cuándo un país tiene ventaja comparativa en producir algo (el mejor ejemplo es la dificultad para comprender el caso de Corea del Sur).

Una forma alternativa de medir las ventajas comparativas es analizando lo que de hecho producen los países y compararlo con las cantidades de eso mismo que otros países producen. Esta idea, conocida como ventajas comparativas reveladas, tiene muchas debilidades teóricas, pero es fácil de calcular. Utilizando la base de datos World Integrated Trade Solution (WITS) del Banco Mundial, es posible estudiar cómo ha evolucionado esta variable para distintos productos. Encontramos que, respecto al año 2006, cuando empezó el tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, hemos ganado competitividad en la exportación de minerales (esto es, antes de los problemas con las mineras), madera, metales (esto es, antes de los problemas con las mineras y con Aceros de Guatemala) y productos agrícolas sin procesar. Si ustedes me preguntan, esto es un problema. Ninguno de los productos para los cuales hemos ganado ventajas comparativas en estos últimos diez años nos permite generar millones de buenos empleos con altos salarios.

Sin embargo, es importante tener en cuenta que toda esta discusión sobre ventajas comparativas no lo explica todo. Es una de tantas teorías que explican el comercio internacional.

Estas respuestas son iguales a las que he oído muchas veces: en Guatemala no se deben promover industrias más sofisticadas porque no tenemos ventajas comparativas para ello. Ese tipo de respuestas, he llegado a concluir, demuestra el pobre estado de nuestro conocimiento económico. Necesitamos estudiar más economía. Lo poco que sabemos es peligroso, pues nos está llevando a conclusiones erróneas y nos mantiene en el subdesarrollo. Como dijo Mark Twain: «No es lo que no sabes lo que te mete en problemas. Es lo que sabes con certeza que simplemente no es así». Quiero explorar tres razones por las cuales la insistencia guatemalteca en enseñar y aprender la idea tradicional de ventajas comparativas es un problema.

Primero, porque el mismo paradigma tradicional de las ventajas comparativas no es tan rígido como muchos suponen. Como explicó Tadeusz Rybczynski en 1955, las ventajas comparativas de los países cambian con la acumulación creciente de insumos: las economías cambian si la población sigue creciendo, si planta más bosques, si se acaban sus reservas petroleras, etc. En este sentido, una economía que por 200 años ha exportado cochinilla, añil, café, azúcar, etcétera, ha generado también inversiones en infraestructura y en educación. Esto nos permite como país pensar en producir y exportar otras cosas. Por eso muchos prefieren hablar de ventajas comparativas dinámicas.

Segundo, hay razones teóricas para cuestionar la utilidad de la versión tradicional de las ventajas comparativas en la descripción del comercio internacional. Ya en 1953 Paul Samuelson encontró que, cuando se analizan modelos que tienden a replicar la estructura de economías reales, ya no es posible predecir qué producirá o exportará un país. Tres décadas después, Alan Deardorff planteó una versión nueva de las ventajas comparativas: no podemos predecir qué producto en particular producirá la economía, pero sí podemos predecir que, en promedio, el país producirá o exportará productos para el cual tiene ventajas. Esto abre la puerta a que países como Guatemala exporten productos más sofisticados de lo que supondría una visión tradicional de las ventajas comparativas.

Tercero, hay razones empíricas para cuestionar la capacidad de las ventajas comparativas para explicar todo el comercio internacional: hay fenómenos no explicados. Por ejemplo, Estados Unidos, Japón y Alemania exportan automóviles entre sí. Esto va contra la idea de las ventajas comparativas, que subraya la importancia de las diferencias entre los países para exportar productos distintos. Resulta difícil explicar por qué hay países similares exportando productos similares.

¿Qué sucede en este caso? Pues que necesitamos otras teorías para explicar el fenómeno. Aquí es donde la contribución de economistas como Helpman y Krugman son vitales. Necesitamos hablar de economías de escala, de barreras de entrada y de productos diferenciados. Es decir, necesitamos pensar en términos de mercados oligopólicos y de competencia monopolística. Algo que no necesariamente lo ocasionan los gobiernos (o los avaros empresarios), sino que en la mayoría de los casos es consecuencia de las tecnologías de producción y distribución de los productos. De hecho, estas teorías tienen un impacto importante en la forma de comprender la economía: si el Gobierno es solo un estorbo a la visión tradicional de las ventajas comparativas, ahora resulta que es posible justificar los beneficios del Gobierno en incentivar nuevas actividades económicas. Esto no solo justifica grandes inversiones en educación (especialmente a nivel de secundaria y postsecundaria), sino también en investigación y desarrollo. Con ello se esperaría que los países puedan empezar a producir bienes más sofisticados, que también generan mayores salarios.

Estas ideas ayudan a comprender cómo una economía subdesarrollada como Corea en 1950 logra convertirse en un motor mundial al exportar automóviles, barcos, computadoras y teléfonos celulares. El Gobierno puede apoyar al sector privado en el aprendizaje de nuevas tecnologías y así posicionarse rápidamente en sectores y experimentar cambios profundos en sus tecnologías de producción. No tenemos que estar atados a los sectores tradicionales, pero para ello tenemos que tomar las decisiones necesarias para cambiar.